Un curioso contradicto inherente
El otro día acudí a una serie de conferencias sobre la Historia. Uno de los ponentes, que trataba el espléndido escrito de Friedrich Nietzsche Sobre la utilidad y el perjuicio de la Historia para la Vida trató, de manera accesoria, una serie de puntos que mi acompañante juzgó dignos de recoger aquí:
Uno de los pilares ideológicos sobre los que está construida la sociedad occidental contemporánea es el del Progreso; la curiosa idea de que a lo largo del devenir de los acontecimientos humanos, las culturas se desarrollan en términos tecnológicos, económicos y sociales en sentido ascendente.
Otro de los rasgos por las que se define la identidad cultural de nuestras sociedades es su conciencia histórica, y su relación directa con la creencia de que el estudio y el recuerdo del pasado brindan lecciones útiles para progresar, permitiéndonos corregir vicios heredados y posibilitando no caer en los mismos viejos errores.
Sin embargo entre estas dos ideas centrales de nuestra sociedad existe una contradicción inherente.
Por un lado, la idea de progreso remite inevitablemente a la de cambio. A lo largo de su historia, las sociedades progresan, y por lo tanto, evolucionan: cambian, y de hecho cambian a mejor. En esta mejora han creído hallar muchos filósofos decimonónicos el Sentido de la Historia y de la Humanidad. Así tal cual: con mayúsculas y todo.
Por otro lado, la idea de sacar provecho de los acontecimientos pasados y forjar una identidad propia en base a los fenómenos históricos de una colectividad remite a la idea de una continuidad y repetición de ciertos fenómenos constantes e invariables en el propio devenir de las sociedades y la humanidad.
Sin embargo, y en el marco del Progreso, y en virtud del cambio que éste representa, la Historia se convierte en algo inaprehensible, sin leyes definibles o estudiables. Si sólo es modelizable aquello que se repite -y es en esta repetición donde radica la prueba de que existe una ley detrás de los fenómenos históricos-, entonces la Historia concebida de esta manera como progreso y cambio continuos no puede ser objetivable. Si no es objetivable, dificilmente se pueden detectar leyes y, acaso más importante aún, entidades constantes e inmanentes a la propia Historia.
Esto significa en último término que, al no repetirse la Historia -puesto que se progresa- su estudio carece de sentido, ya que los acontecimientos y contextos quedan para siempre condenados al pasado sin posibilidad de que vuelvan a presentarse de nuevo, y por lo tanto los conocimientos extraídos de su estudio restan sin aplicación ni utilidad reales. Así, por ejemplo, la economía que estudia crisis pasadas fracasará siempre en su gestión y predicciones de crisis presentes y futuras ya que la tesitura en que se produce cada una de ellas es radicalmente diferente y no guarda relación alguna con las de contextos anteriores.
En el marco opuesto, el de la repetición de los fenómenos históricos, asumir esta idea requiere renunciar a la del Progreso, puesto que la repetición invalida cualquier noción de cambio.
Si estudiar y definir la propia identidad respecto a la Historia debe tener sentido, ésta debe repetirse, al menos parcialmente. Sólo en la repetición comenzamos a definir nuestro ser. Pero si la Historia debe repetirse para conformar una entidad aprehensible y clara respecto a la cual definirnos, entonces resulta imposible progresar, pues el progreso representa justamente el evitar dicha repetición y evolucionar hacia adelante.
Si por el contrario pretendemos hallar un sentido a la Historia en la idea de progreso, deberemos aceptar que su estudio es estéril y también que las construcciones ideológicas basadas en la existencia de hechos coherentes y constantes ajenos al devenir mismo de la Historia carecen de sentido, ya que en este nuevo marco conceptual, aquello que no muta, cambia o evoluciona debe por fuerza extinguirse.
Dicho de otra forma, -y por esto interesó este punto concreto de la conferencia a mi acompañante-, o renunciamos a la idea del Progreso y el cambio histórico, o aceptamos deshacernos del concepto de los grandes inmanentes históricos como la Idea, el Destino, o la Nación. O la o la Idea o Nación Es, absoluta e inmutablemente, y por tanto Es fuera de la Historia entendida como cambio, e invalida la Historia misma, y por tanto no se progresa en términos históricos, o bien el Progreso existe y lo corrosivo de su naturaleza misma acaba por disolver cualquier Inmanente. Por ello Hegel acabó complicándose tanto la vida: a pesar suyo, es obvio que ambos modelos teóricos e ideológicos responden a fundamentos conceptuales opuestos e incompatibles.
¿Con cuál os quedáis?
Uno de los pilares ideológicos sobre los que está construida la sociedad occidental contemporánea es el del Progreso; la curiosa idea de que a lo largo del devenir de los acontecimientos humanos, las culturas se desarrollan en términos tecnológicos, económicos y sociales en sentido ascendente.
Otro de los rasgos por las que se define la identidad cultural de nuestras sociedades es su conciencia histórica, y su relación directa con la creencia de que el estudio y el recuerdo del pasado brindan lecciones útiles para progresar, permitiéndonos corregir vicios heredados y posibilitando no caer en los mismos viejos errores.
Sin embargo entre estas dos ideas centrales de nuestra sociedad existe una contradicción inherente.
Por un lado, la idea de progreso remite inevitablemente a la de cambio. A lo largo de su historia, las sociedades progresan, y por lo tanto, evolucionan: cambian, y de hecho cambian a mejor. En esta mejora han creído hallar muchos filósofos decimonónicos el Sentido de la Historia y de la Humanidad. Así tal cual: con mayúsculas y todo.
Por otro lado, la idea de sacar provecho de los acontecimientos pasados y forjar una identidad propia en base a los fenómenos históricos de una colectividad remite a la idea de una continuidad y repetición de ciertos fenómenos constantes e invariables en el propio devenir de las sociedades y la humanidad.
Sin embargo, y en el marco del Progreso, y en virtud del cambio que éste representa, la Historia se convierte en algo inaprehensible, sin leyes definibles o estudiables. Si sólo es modelizable aquello que se repite -y es en esta repetición donde radica la prueba de que existe una ley detrás de los fenómenos históricos-, entonces la Historia concebida de esta manera como progreso y cambio continuos no puede ser objetivable. Si no es objetivable, dificilmente se pueden detectar leyes y, acaso más importante aún, entidades constantes e inmanentes a la propia Historia.
Esto significa en último término que, al no repetirse la Historia -puesto que se progresa- su estudio carece de sentido, ya que los acontecimientos y contextos quedan para siempre condenados al pasado sin posibilidad de que vuelvan a presentarse de nuevo, y por lo tanto los conocimientos extraídos de su estudio restan sin aplicación ni utilidad reales. Así, por ejemplo, la economía que estudia crisis pasadas fracasará siempre en su gestión y predicciones de crisis presentes y futuras ya que la tesitura en que se produce cada una de ellas es radicalmente diferente y no guarda relación alguna con las de contextos anteriores.
En el marco opuesto, el de la repetición de los fenómenos históricos, asumir esta idea requiere renunciar a la del Progreso, puesto que la repetición invalida cualquier noción de cambio.
Si estudiar y definir la propia identidad respecto a la Historia debe tener sentido, ésta debe repetirse, al menos parcialmente. Sólo en la repetición comenzamos a definir nuestro ser. Pero si la Historia debe repetirse para conformar una entidad aprehensible y clara respecto a la cual definirnos, entonces resulta imposible progresar, pues el progreso representa justamente el evitar dicha repetición y evolucionar hacia adelante.
Si por el contrario pretendemos hallar un sentido a la Historia en la idea de progreso, deberemos aceptar que su estudio es estéril y también que las construcciones ideológicas basadas en la existencia de hechos coherentes y constantes ajenos al devenir mismo de la Historia carecen de sentido, ya que en este nuevo marco conceptual, aquello que no muta, cambia o evoluciona debe por fuerza extinguirse.
Dicho de otra forma, -y por esto interesó este punto concreto de la conferencia a mi acompañante-, o renunciamos a la idea del Progreso y el cambio histórico, o aceptamos deshacernos del concepto de los grandes inmanentes históricos como la Idea, el Destino, o la Nación. O la o la Idea o Nación Es, absoluta e inmutablemente, y por tanto Es fuera de la Historia entendida como cambio, e invalida la Historia misma, y por tanto no se progresa en términos históricos, o bien el Progreso existe y lo corrosivo de su naturaleza misma acaba por disolver cualquier Inmanente. Por ello Hegel acabó complicándose tanto la vida: a pesar suyo, es obvio que ambos modelos teóricos e ideológicos responden a fundamentos conceptuales opuestos e incompatibles.
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