16 dic 2012

Los que se fueron

Y los que se quedaron


Mi amiga Silvia hacía el otro día, en la cafetería, un macabro recuento:

Primero fue Ana; luego Marcos. Se fueron Sergio, Andrés y María. Les siguieron Gonzalo e Inés. Y Sara, y Juan, y Teresa, y Sonia y Ginés. Marcharon tras ello los dos mellizos, Ernesto y Flavio, y luego Antón y Lola, Óscar y Javier.

Silvia lamentaba amargamente el ritmo al que se desangra nuestra tierra, drenada en terrible sangría por los intereses de mercado y una ideología dominante en la que los jóvenes sólo saben identificarse y valorarse mediante su trayectoria profesional. Que es triste y pobre visión del ser humano y de uno mismo, por cierto.

A la larga lista de los que se marcharon ya, de los que se van cada día, me ha pedido mi amigo D. que añada estos nombres, de su propia cosecha, la horrenda lista de los que se han quedado:

Se quedó Mariano, y con él Rubalcaba. Se quedó Díaz Ferrán, y Emilio Botín. Se quedaron los sindicalistas que todos conocemos, para seguir enfrentándose, qué valientes ellos, a la patronal. Se quedaron los políticos, naturalmente los banqueros; ¿por qué habrían de irse? Se quedaron los partidos, todos sus afiliados; los cargos de confianza, los ejecutivos y empresarios. Se han quedado los policías, los jueces, los abogados. Se quedan, en definitiva, se multiplican, los que crecen y han medrado. Se quedó Mas, aunque dijo que quería irse: se fue a Rusia, pero no para no volver. Se quedó Montilla con despacho puesto y todo. Se quedaron muchos otros, y todos sabemos por qué. Y los que no tenían un por qué para quedarse, se quedaron con un palmo de narices.

Lo cierto es que D. se va amargando poco a poco, y me preocupa. Pero también es cierto que como esto siga así en este país sólo van a quedar crápulas e idiotas. Claro que, bien mirado, ése resulta un Estado ideal.


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