3 nov 2012

Una definición implacable

Las tribulaciones del joven Nerther  

 

Andrés Nerther es estudiante de ciencias químicas en la Universidad de Barcelona. Cuando comenzó la carrera, hará cosa de dos años, pensaba que el mundo era un lugar prístino y claro donde todo podía ser descrito de forma concisa y unívoca por medio del infalible método científico. Era como una de esas almas renacentistas, henchidas de confianza en la inteligibilidad de la materia, del espíritu y del ser por igual -del ser de dios y del ser de los hombres. De alguna manera, Andrés era aún un niño que podía reconocerse en los geniales pero algo ilusos escritos de un personaje como Leonardo.
 
Con el estudio, a Andrés se le han nublado mirada y frente. No es sólo que la intensa y continuada inmersión en los tomos que conforman la bibliografía básica de sus múltiples asignaturas hayan acabado por obligarle a utilizar unos anteojos, ni que el ininterrumpido rictus de concentración haya dejado marcas y levísimas e incipientes arrugas en su ceño, mientras casi desapercibidamente su testa se haya ido despoblando de cabello y éste se muestre tímidamente entrecano. Es algo más, algo más profundo y también más preocupante.

En estos años, Andrés ha aprendido y asimilado el antiguo principio científico según el cual  sólo aquello que obedece a una ley es comprensible, y sólo aquello que sea universalizable y repetible es susceptible de obedecer a una ley. Esto, que para el resto de sus compañeros no tiene sentido alguno, ha causado terrible impacto y dejado profunda mella en Andrés, que tiene, para qué vamos a negarlo, una naturaleza inquieta y un carácter acaso excesivamente impresionable.

Si Andrés fuera un químico de verdad, como el resto de sus compañeros, con las fórmulas bien puestas,  habría dado por sentado que este tipo de definiciones están ahí para observar una ortodoxia con la cual uno pueda sentirse a gusto y cómodo, seguro y feliz de respetar y atenerse a aquello que se da por sentado, sin que se tenga necesidad de entenderlo o siquiera de suscribirlo. Si hubiera tenido un poco más de seso, de precaución o simplemente de sentido común, habría entendido que este tipo de definiciones no tienen sentido común alguno, y que son en definitiva construcciones abstrusas que en realidad nadie entiende y con las cuales los sofistas cazan a los incautos para poder mantenerlos siempre a cierta distancia y, en todo caso, ciertamente por debajo de sí mismos.

Pero, para su desgracia, Andrés no suele darse cuenta de nada, y menos desde que lleva anteojos y la confundida expresión del miope asombrado se ha adueñado de su rostro no exento de gracia. Desde entonces, sus pensamientos aceleran su ritmo cardíaco y hacen que destile algo parecido a la acidez estomacal, pero que bien pudiera ser una afección del alma.

Andrés tiene una gran preocupación: Si sólo es comprensible lo que obedece a una ley (estamos de acuerdo, pues el caos es incomprensible en la medida exacta en que es puramente aleatorio e imprevisible), y sólo es susceptible de obedecer a una ley lo que es de carácter universal y repetible (parece lógico, pues una ley lo es en la medida en que es universal, y si es universal, debe repetirse universalmente, y entonces los fenómenos que regula deben ser también universales y repetibles), entonces muy pocas cosas en el mundo son comprensibles, pues muy pocas cosas cumplen esta terrible y estricta definición espartana.

En consecuencia, para Andrés el mundo ha dejado de ser algo prístino, claro, conciso y unívoco para convertirse en una embrollada madeja turbia y sombría. Y por si fuera poco, Andrés no se contenta con plantearse tales problemones. Como estudiante aplicado que es, sabe también que, aunque la ley exista, la formulación que el ser humano hace de la misma es tan sólo una aproximación que obedece a un modelo interpretativo basado en mediciones limitadas y siempre en cierta medida defectuosas. Le sucede que no tolera demasiado bien el coeficiente de dispersión de los ensayos técnicos a que asiste, y si se ve expuesto en cierta cantidad o con excesiva frecuencia a éstos, luego padece de insomnio.

Para Andrés lo más terrible no es sin embargo esta disyuntiva que lo quebranta y apura y sumerge en temibles turbulencias, pues a pesar de lo que pudiera parecer, posee un carácter vehemente que le ayuda a perseverar a pesar de las dificultades de la vida y llevar en silencio las íntimas dolencias que le ocasionan todas sus dudas e incertidumbres.

Lo más terrible para Andrés es ver a la gente vivir como si nada, continuar sus quehaceres diarios, ajenos al tremendo problema que se le plantea. Ver a sus compañeros discutir acaloradamente, defendiendo posiciones sobre temas que en definitiva no son inteligibles, y en  los aularios, escuchar a los profesores dirimir asuntos con total y despreocupada diligencia, sin parar mientes en el problema epistemológico que uno debería plantearse previamente, antes siquiera de ponerse a analizar la cuestión.

Desde que Andrés se plantea estos temas, se asombra de que la gente opine, sostenga sus posiciones, o actúe sin más, sin mayor necesidad de justificación, haciendo referencia a principios y reglas que ni siquiera son comprobables ni verificables desde el rigor científico.

Andrés se pregunta cómo puede la gente siquiera seguir viviendo, amando, odiando, deseando batidoras y coches y a la mujer del vecino, y esto le estrangula la boca del estómago por las noches. Lo realmente curioso no es que dios haya muerto, se dice, parafraseando a quien ya todos saben, sino que no parece haber tenido mayor consecuencia. Para Andrés cualquier cosa que puedan decir los que le rodean ha dejado de tener justificación plausible y por tanto sentido alguno. De hecho, sus semejantes le han comenzado a parecer verdaderamente ridículos, con toda esa importancia que le dan a sus opiniones, ideologías y valores, que ya sólo se le antojan empaque y afectación. Esta es su verdadera tragedia.

Andrés, mudo de asombro, contempla su alrededor, y pasea, nubladas la mirada y la frente, cabizbajo, solitario y ensimismado, por los pasillos.

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