6 ene 2013

Antón y la Traición

Filosofía muscular


Antón siempre ha sido un muchachote grande y fuerte. Si tuviera que describir a este chico al que conozco desde algunos años, diría que es de templanza meridional: apasionado y moruno, con una innegable inclinación a enardecerse, a liarse la manta a la cabeza, a tirar al monte, a cortar por lo sano. Es una de esas psicologías bravas pero dolosas que tanto se dan en la Península: en su talante campechano y bienintencionado late una profunda bestialidad animal capaz de los peores instintos si llegara a despertar. Generalmente tranquilo e incluso propenso a la indiferencia, sin que sea mala gente, en un momento de cólera da la impresión de que podría ser capaz de la mayor de las barbaries, de la más terrible de las venganzas. De natural robusto y sano, su altura física le ha aposentado con los años la costumbre de considerar las cosas desde un punto de vista peculiar, aunque no necesariamente elevado.

Me gustaría compartir aquí algunas de sus ideas, ya que no carecen de cierto interés de coleccionista: en algún sentido son curiosidades. Y, además, sé que le hará ilusión aparecer por aquí.
 
A pesar de sus peculiaridades, Antón es un formalista: cree en cosas como la Nación, a la cual no ligan tanto unos abstrusos vínculos teológico-político-territoriales como una natural solidaridad fraterna que les supone entre sí a los miembros de la raza humana. En ese sentido, Antón, sin saberlo, es un rousseauniano, acaso un tardío jacobino: la Nación sería el ente social, histórico y político en el que se formalizan los vínculos que dan razón de ser a la humanidad, el vehículo por el cual se expresan y en el cual se educan y forjan los valores humanos en su verdadero y único seno posible: la Sociedad, la Comunidad; o, en clave política, lo que sería lo mismo: el Pueblo; la Nación. 

Desde este punto de vista, para Antón todo ser humano comienza a serlo en la medida exacta en que es ciudadano, es decir, en que asume su ineludible carácter de ser inevitablemente social y acepta sus deberes y derechos para integrarse a la vida del hombre, renunciando a la de la alimaña y las bestias, esto es, a la ley natural, cambiándola por la ley social. El ser humano es por tanto un ser político, y se debe a la política; o, lo que es lo mismo, a sus relaciones con la comunidad a la cual pertenece y a la cual debe honrar.

Hasta aquí muchos podrían mostrarse de acuerdo con Antón; no en vano la filosofía del siglo XVIII sigue muy extendida. Es sin embargo su interpretación de estos derechos donde la mayoría seguramente discrepará:

Para Antón, y por todo lo descrito hasta aquí, todo incumplimiento del deber social se convierte  en una traición a la raza humana, y viceversa: toda acción dolosa hacia otro ser humano es de facto una traición a la comunidad y a la Nación. 

Y no carece de lógica: si la Humanidad equivale a la Comunidad,  si la sensibilidad moral no se diferencia de la sensibilidad política, entonces todo es uno y lo mismo. Por ello, para Antón, cualquier hecho moralmente reprochable se convierte de forma inmediata en una traición de carácter político: aquello que daña a un solo individuo, daña a la sociedad a la cual éste pertenece, y por tanto aquél que causa el daño está cometiendo traición. Y viceversa: aquél que conspira contra una parte de la sociedad, conspira en realidad contra la Humanidad y rompe el vínculo de fraternidad que da sentido a la sociedad misma. Por tanto, comete a su vez traición. Como la traición se opera en los términos de esta dualidad, siempre supone un ataque político contra la comunidad social por un lado y una vejación moral contra la raza humana comprendida desde una vertiente más filosófica.  Todo acto doloso para con otro ser humano se convierte así en una doble traición de carácter moral y político que quebranta los lazos que se establecen en el seno de la sociedad entre los ciudadanos para formar el ente sagrado que Antón identifica en la Humanidad.

Es posible que el término e incluso el concepto mismo de traición esté pasado de moda, ya que probablemente no quede en la historia occidental un solo valor aún sin traicionar, y por tanto carezca ya de sentido mantener la vigencia de estos términos: para que la traición tenga sentido, debe poderse traicionar algo; si todo ha sido traicionado, ya no se puede traicionar nada, y por tanto la traición como concepto deja de tener sentido real. 

Sin embargo, en el caso de Antón podría decirse que la traición es el concepto estructural de su filosofía moral y política. En eso me recuerda a alguno de los personajes de Max Aub. Para Antón son traidores los políticos que toman decisiones dolosas para con la sociedad a la cual gobiernan y pertenecen. Traidores los que, pudiendo esforzarse más en reflotar el país, niegan sus fuerzas al resto del colectivo. Traidores los que, en estos momentos de necesidad y dolor, deciden huir y emprender nueva vida en otras tierras, traicionando los vínculos de fraternidad y solidaridad y los deberes contraídos por ellos para con el resto de la sociedad. Traidores los que  cumplen ciegamente las órdenes, sin honrar el ligamen superior que representa el Contrato Social respecto al contrato laboral, ya sea golpeando con la porra o recortando plantillas. Traidores los que medran en las horas bajas, construyéndose sus viles capillismos populistas dedicados a su propio provecho. 

La traición se convierte así, para Antón, en el concepto jurídico por excelencia, en el delito más oneroso y a la vez extendido que darse pueda. En consecuencia, y debido a la gravedad del delito y la importancia de los vínculos filosóficos y políticos que compromete y que cimentan y ligan la sociedad tal y como ha sido construida, aquellos que lo cometen deben ser juzgados. Juzgados por Traición. Juzgados y condenados.

Antón no lo dice, pero intuyo que, en su mundo, la pena por traición es capital, consecuencia de la extremada sensibilidad con que se trata dicho problema. En eso sigue sus orígenes jacobinos. Lo que no sé es si se da cuenta de que, en este mundo donde, en virtud del concepto de traición que utiliza, ésta llega a convertirse en algo inevitablemente universal, la pena debería aplicarse universalmente, conviriténdose así la defensa de sus bienintencionados principios morales  en una masacre sin precedentes, de la cual dio ya cierta idea el Terror de la Convención.

Ya dije que Antón es un personaje peculiar, con una peculiar filosofía. Esperemos que este gigantote no se decida a poner en práctica la peculiar obra a la cual ésta le aboca.

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